A primera vista, Santander parecía una ciudad ordenada, rica y limpia. Demasiado limpia quizás. Ni hermosa ni fea. Pasear por una ciudad siempre es una forma de tratar de pertenecer a ella, o de que ella nos pertenezca. Decidí comenzar con la zona que rodea nuestra residencia, alejada del centro urbano, de la playa y de los turistas. Caminando cuesta arriba me encontré con un barrio con bloques de viviendas. Parecía ser un proyecto urbanístico construido en las últimas décadas que combinaba viviendas sociales y viviendas destinadas a la clase media. En el espacio público abundaban los patios, parques, pistas deportivas y senderos para caminar. Observé cómo la gente hacía deporte, charlaba, compraba o simplemente se dirigía a realizar sus actividades cotidianas. Se trataba de un barrio muy animado y concurrido. Se palpaba un ambiente que invitaba a quedarse en él. No tardé en descubrir esquinas llenas de color. Las esquinas siempre actúan a modo de conexión: son puntos de encuentro y ofrecen una visión privilegiada. En este caso, me brindaron un respiro.
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